La ciencia no es virgen. Con frecuencia el saber logrado por la humanidad ha sido empleado para producir dolores y daños gravísimos a personas o grupos por parte de líderes, estados o imperios alucinados por el poder.
Y no en pasado, sino inclusive hoy, en la actualidad de la guerra contra el terrorismo por parte de los Estados Unidos, o de la guerra del Estado Islámico contra todo lo que no se someta a su poder fanático.
Posiblemente fue en la segunda guerra mundial, en los campos de concentración de los nazis, en donde se llegó a los peores excesos. La inhumana experimentación en humanos indefensos y degradados, liderada por médicos como Jorge Mengele en Auschwitz, Polonia, para probar sin escrúpulos sus postulados racistas. O las pruebas letales del doctor Carl Vaernet en prisioneros homosexuales de Buchenwald para tratar de “curarlos”, o las torturas realizadas por otros médicos convencidos o a sueldo del nacionalsocialismo para probar los límites humanos a los cambios extremos de temperatura o de presión, la eficacia de ciertos medicamentos y venenos, o la esterilización masiva, son apenas algunos ejemplos de hasta dónde puede llegar el abuso de la ciencia y ciertos “científicos” al servicio del poder y del terror.
No salimos mejor librados en América Latina. La participación de colegas médicos de todas las especialidades, de odontólogos, psicólogos y enfermeras en la casi infinita variedad de torturas utilizadas por la dictadura de Augusto Pinochet en Chile contra miles de opositores reales o potenciales, es una vergüenza para toda la humanidad y una ofensa irreparable a la ciencia, a las profesiones de la salud y a la dignidad humana. El Informe de la Comisión Nacional sobre prisión política y tortura, divulgado en noviembre de 2004 con testimonios de más de 30.000 víctimas, constituye una cruda denuncia de la crueldad humana y de la perversidad de utilizar la ciencia para producir sufrimiento y mantener el poder.
La discusión sobre estos temas, sobre la ética del ejercicio de las profesiones en situaciones de guerra, y sobre los intentos de racionalizar o legitimar la tortura, ha cobrado recientemente tal importancia que revistas científicas tan reconocidas como The New England Journal of Medicine le vienen dedicando frecuentes comentarios. En el más reciente, en su edición del 11 de este mes, dos profesores de salud pública y medicina de la universidad de Boston, los doctores George Annas y Sondra Crosby reflexionan sobre el papel de los profesionales de la salud y del derecho en las torturas contra sospechosos de terrorismo en las más de 12 prisiones secretas –conocidas también como black sites – que tiene la CIA en todo el mundo. Ya en 2008 el mismo profesor Annas había cuestionado en dicha revista la participación de médicos, psicólogos y psiquiatras en la elaboración y ejecución de técnicas de interrogatorios a prisioneros políticos. Y en 2005, a raíz de la visita de una comisión de observación al centro de torturas de Guantánamo, la misma revista había encendido las alarmas acerca del uso de técnicas y conocimientos científicos y profesionales de la salud para el manejo de prisioneros.
Como las guerras - regulares o irregulares - continúan, persisten también los interrogantes planteados y surgen otros más. Y tengo bases para pensar que, al correrse el velo de nuestros 50 años de guerra irregular interna, nos vamos a encontrar también con usos indebidos e inhumanos de técnicas y conocimientos científicos, y con prácticas profesionales contrarias a la ética en general, a la ética médica en particular y a la ética médico-militar más en concreto. (http://www.elespectador.com/)
Saul Franco,
Médico social
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