Ricardo San Esteban. Valga como una aclaración, en cuanto a que esto que escribo, si bien se refiere a la física teórica, también puede aplicarse a lo social y a todos los órdenes de la vida. La lucha por la libertad siempre responde a una ruptura del orden establecido. Existe una tendencia de las cosas hacia su mismidad, reposo o conservación, lo que conduce al anquilosamiento. La lucha por la libertad es pues, vital tanto en el plano cósmico como en el social y la victoria de lo rebelde sobre lo conservador, si bien inevitable, no es gratuita.
Desde la antigüedad remotísima nos viene aquello de querer bajar el cielo a la tierra, ya sea para alcanzar los dones que nos son negados o para pedir cuentas a los dioses. Estos moraron siempre en regiones inalcanzables –en sentido literal y en el de la razón- como aquellas de los mundos supralunares de Aristóteles o de Santo Tomas.
Los simples de corazón tratábamos de atisbar lo superior del mundo etéreo desde donde los inmortales arrojaban algunas migajas del banquete, algunas gotas del nepenta que bebían hasta el hartazgo o de ciertas gracias concedidas previo sacrificio, o nos arrojaban algunos cabos para construir nuestras limitadas visiones del mundo. Desde entonces nos llega una tajante división entre Cielo y Tierra, espíritu y materia, la finitud humana y la infinitud angélica.
Así pues, entre los sabios y los teólogos, estaban por un lado quienes sostenían las hipótesis matemáticas con una función puramente instrumental y no descriptiva y por otro, los de las hipótesis filosóficas (la física clásica) con pretensiones realistas, aunque divorciadas de los enfoques cuantitativos matemáticos. En ambos casos, se trataba de una cárcel sectaria y superficial, pero que romperla costó muchas vidas a manos de la Inquisición, por ejemplo.
La idea de la esfericidad de la Tierra es muy antigua, como que Eratóstenes pudo calcular su circunferencia con sus varillas y su puñado de camellos, pero la Iglesia sostenía que era plana y rodeada de agua.
El dominio material del mundo pertenecía a España pero el centro espiritual y científico, a Italia, y como muestran los Iuvenjilia, de Galileo, la porfía era durísima y el académico linceo, desde su juventud fue su digno representante y ya en la Bilancetta (1586) difundió la cosmología copernicana y allí, pues, se mostró como un copernicano de pura cepa. Su esencialismo matemático fue un intento de aprovechar toda la potencia de las matemáticas (la ciencia más desarrollada de aquella época) a favor de la construcción de una cosmología realista. Sabemos que el intento resultó peligroso porque desde los tiempos clásicos, el aristotelismo había llegado a convertirse en la médula del pensamiento oficial de la Iglesia, hasta el punto de que Cristo fue Aristotélico, por lo que el ataque a dicha cosmología constituìa una postura herética, que podía conducir, al tratado y al tratadista, a la hoguera, caso de Giordano Bruno y de tantos otros. Podemos caracterizar la lucha de Galileo, pues, en pos de una verdad científica pero también como la lucha por la libertad, una lucha que, por cierto, rebasò el marco académico.
No mucho después, Olaus Roemer, que nació en 1644 en Dinamarca e hizo de todo: inventó aparatos, confeccionó tablas astronómicas, escribió innumerables memorias para la Academia Francesa de la que era miembro... Y observó... Observó una cosa rara: los eclipses de los satélites de Júpiter a veces se atrasaban con relación a lo que marcaban las tablas. Y más aún: se atrasaban siempre cuando la Tierra, moviéndose en su órbita, estaba en la posición más alejada de Júpiter. ¿A qué podía deberse esta anomalía celestial? Y aquí es donde viene la idea genial: Roemer supuso que si los satélites se atrasaban en sus eclipses no era porque el cielo armado por Copérnico, Galileo y Kepler anduviera descuajeringado.
Supuso que lo que en realidad ocurría era que, como la Tierra estaba más lejos de Júpiter, la luz tenía que atravesar toda la órbita terrestre, y que eso le llevaba tiempo. Un simple cálculo le permitió estimar la velocidad de la luz en 225 mil kilómetros por segundo, una cifra que causó verdadero estupor en la época. ¡Cuando casi todos los prelados y científicos habían considerado que la luz era infinita y que se había hecho a partir de un chasquido de los dedos de dios! Y aquí fue donde el genio de Olaus Roemer demostró que la luz, si bien era muy rápida, no era para nada instantánea (la cifra que se maneja ahora es de 299.727,74 kilómetros por segundo). Lejos estaba Roemer de imaginar la importancia que esa cifra tendría dos siglos y medio más tarde.
Por supuesto que tuvo sus disgustos y sus detractores, pero no hace tanto tiempo que Karl Popper o su tocayo Jaspers denostaban –ciegos de ira y sectarismo- a Einstein y a Bhor sin haberlos leído o comprendido. En eso se parecían a aquella anécdota de Bertrand Russell, cuando un tonto periodista lo interrogó acerca de cuàl era su budín preferido, contestó que era el de la receta de lord John Ernest Russell, aunque él nunca la había probado.
A fines del siglo XIX, Charles Peirce se quemó los sesos tratando de reconciliar al Cielo y a la Tierra, siendo un filósofo positivista con aureola eclesial. En primer lugar, una de las lecciones que más vivamente aprendió del devoto espíritu de Harvard —del que su padre, Benjamín Peirce fuera incansable promotor— sería la idea de reconciliar ciencia y religión, soñando con una morada celestial al mejor estilo yanqui.
Como dijimos, Olaus Roemer desde su Copenhague había descubierto que la luz posee velocidad y luego se supo que estaba compuesta por ondas y partículas, es decir, que no poseía masa pero que tampoco era un milagro divino. Los físicos teóricos sí que probaron, pues, que la luz del Cielo no constituían una luminosa morada espiritual, sino que lo mismo que la Tierra y el cosmos visible e invisible, eran un hecho físico, o como escribía Lupercio Leonardo de Argensola “porque este cielo azul que todos vemos, ni es cielo ni es azul, lástima grande que no sea verdad tanta belleza”
Concepto de espacio físico y de espacio matemático contemporáneo
La geometría de Euclides (300 a.n.e.), se consideraba inviolable en cuanto a las propiedades del espacio físico que nos rodea. Kant, inclusive, la elevó al rango de doctrina, hecho que obstaculizó el empleo de la no euclidiana. O sea, de la concepción generalizadora y abstracta sobre su objeto, obstaculizada por los conservadores que le atribuían solamente la solución de ecuaciones y sus sistemas.
Este enfoque fue madurando y no sin lucha, incluso en el álgebra, donde se simboliza cualquier objeto, y se considera cualquier operación bajo la acción de la "división" y "multiplicación", cuyas propiedades son en muchos casos análogas a la multiplicación y división aritmética.
Hasta el siglo XVII, todo se había limitado al estudio de las magnitudes constantes y al de las conexiones fijas entre ellas. Luego, con la astronomía y la mecánica surgió la necesidad de aplicarla a los procesos y el movimiento, y así se comenzaron a estudiar las magnitudes variables.
En primer término, la magnitud variable de Descartes resultó un viraje, pues introdujo el movimiento y con él, la dialéctica, y a continuación surgió la necesidad del cálculo diferencial e integral.
Pero el propio concepto de magnitud resultaba vago e indefinido. Quizá por la circunstancia de que la matemática no trataba directamente con magnitudes sino con las cifras que las expresaban.
Por eso, hasta mediados del siglo XIX, el objeto de ella se refería a las propiedades métricas y las relaciones entre distintos tipos de magnitudes. No estudiaba las propiedades concretas de las magnitudes concretas, sino las propiedades y relaciones de la naturaleza matemática, es decir, hacía abstracción de su contenido.
Frecuentemente, en la matemática el concepto de magnitud y el de número se identifica con el de cantidad, toda la matemática que estudia dependencias entre magnitudes se califica de cuantitativa. Algunos investigadores diferencian la matemática anterior como cuantitativa, en tanto que la actual sería cualitativa. Algo de eso hay. La geometría no euclidiana constituyó, pues, una gran revolución y fue así como Lobachevski y Bolyai, con su geometría hiperbólica no euclidiana y la geometría elíptica de Riemann, concretaron un enfoque más abstracto y general.
La matemática moderna se abrió paso por la utilización amplia del método axiomático luego de descubiertas las geometrías no euclidianas, y después, por la aparición de la teoría abstracta de los conjuntos, creada por Cantor. Por esta última, todos los objetos matemáticos, sean números, funciones, vectores, matrices, se analizan desde un mismo punto de vista, considerándose elementos de un determinado conjunto, y sujetos a todas las correlaciones y leyes establecidas por la teoría de los conjuntos.
Las ideas teóricas acerca de conjuntos con el método axiomático condujeron a la fundación del concepto estructura matemática abstracta, fundamental para toda la matemática moderna.
El concepto de estructura matemática es muy elevado, resulta de un conjunto de nexos consecutivos de abstracciones y generalizaciones. Es un tipo de abstracción multiescalonada, o de abstracción de abstracciones. Se ejemplifica con el concepto de espacio, que surgió ya en la antigua matemática y existió hasta el descubrimiento de las geometrías no euclidianas, y reflejaba, en forma idealizada, ciertas propiedades del espacio tridimensional físico. A partir de los métodos de la geometría analítica se pudo formar el concepto de espacio de cualquier número finito de dimensiones. Por medio de ulteriores abstracciones, se pudo arribar al espacio matemático de dimensiones infinitas de Hilbert.
El concepto de función es fundamental, tanto en el análisis matemático como en el conjunto de la matemática. Primeramente se estudiaban las propiedades de funciones concretas: racionales, de potencia, trigonométricas. Posteriormente se analizaron las propiedades generales de cualquier función, haciendo abstracción de la representación concreta de la forma de relación del argumento con la función. Y después se introdujeron los conceptos de funcional y operador, que no son más que una ulterior generalización del primitivo concepto de función.
El concepto de libertad en física
El concepto de espacio físico y el matemático, lo mismo que el concepto del tiempo y el concepto de libertad son relativamente nuevos en física, y se emplean para caracterizar a ciertos fenómenos masivos conformados sistémicamente. El sistema –cualquiera que éste sea- se desarrolla gracias a la existencia e incremento de esos grados de libertad que lo hacen flexible y dialéctico. Cualquier intento de meter mano o de domesticar esa lucha por la libertad conduce tarde o temprano a la esclerosis o a la rigidez de la muerte.
En la ciencia se dice que el concepto de libertad expresa la estructura específica de los sistemas, en los que las distribuciones probabilísticas constituyen su principal caracterización y donde lo probabilístico (estadístico) es aquello que finalmente gobierna. A medida que la información se difunde, lo individual y casual de cada elemento por separado pierde preeminencia, y el azar se transforma en necesidad.
En la ciencia de hoy se percibe que la teoría de las posibilidades potenciales (o teoría cuántica) no expresa la verdad en toda su amplitud pues ella explica determinados ordenamientos en la “masa” de tales posibilidades y sus postulados se afirman en esas mediciones y ordenamientos. Pero las propias leyes físicas están condicionadas por el observador y su aparataje. El acto mismo de observar “intimidades” de la sustancia perturba a ésta y por tanto, lo que recogemos ya no son datos de su comportamiento libre sino promediaciones estadísticas. Ella conserva muchos de sus secretos, como el del incremento de los grados de libertad que en determinado momento rompen el límite impuesto y producen saltos cualitativos imposibles de medir de antemano, por más que los científicos y los encuestadores de opinión hagan vaticinios y sesudos estudios, ya que la lucha por la libertad no es ni más ni menos que la acumulación de energía que conduce a lo que llamamos la “masa crítica” y al salto importante en los grados de libertad, una imprevista y violenta ruptura de lo viejo y el advenimiento de una nueva calidad. (ARGENPRESS)
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